04 marzo 2007

Yo visité Macondo


A Cuarenta años de "Cien Años de Soledad"

Este martes 6 de marzo, Gabriel García Márquez cumple 80 años. Este mismo año se cumplen 40 años de su creación máxima "Cien años de soledad", y se conmemoran los 25 años del Premio Nobel de Literatura.

Se dice que "El Quijote" y "Cien años de soledad" son las dos únicas novelas escritas en español que se encuentran entre las 20 mejores de la historia de la literatura universal. Se vienen grandes homenajes y múltiples reconocimientos para el tímido Gabito.

Intrigado por conocer la primera experiencia de lectura, pedí a un grupo de amigos me relataran lo que sintieron cuando en el colegio, o la universidad fueron arrastrados por la hojarasca a las polvorientas y calurosas calles de Macondo. He aquí sus relatos:

Manuel Silva Acevedo

Desde que compré el ejemplar que todavía conservo, ésto es, cuarenta años atrás, pocas novelas hispanoamericanas han logrado despertar tanto mi interés y captar tanto mi atención como "Cien años de soledad", con sus Aurelianos y su Úrsula Iguarán y su Remedios, la bella. Atracción solo comparable en la lengua castellana con el Quijote.Y es que su mal llamado "realismo mágico" es lo que en Colombia y muchos otros lugares de nuestra América mestiza corresponde simplemente a la realidad. Nuestros militares lucen entorchados y condecoraciones ganados en batallas que nunca libraron, nuestros dictadores de opereta se llenan las faltriqueras y suelen huir entre gallos y medianoche o morir en la impunidad en medio de misas y salvas, y algunos curas viven prohibiendo aquello que practican en la sombra.

Son "Cien años de soledad" y doscientos años de desolación en los que nuestra pobre América pobre sigue siendo el escenario de la explotación bajo el yugo de amos internos y externos . Bienaventurado será el día en que podamos proclamar "Cien años de Libertad", pero ya eso es otra historia por contar.


Felipe Cussen
3 recuerdos sobre "Cien años de soledad".
1. Tuve que leerla en el colegio, y estaba muy preocupado de memorizarlo todo bien para la prueba. Para eso me preocupé de conseguir un árbol geneaológico con todos los personajes, y lo consulté seguido para no enredarme.

2. Lo que más recuerdo es el final, cuando todo el aparataje construido en la novela comienza a deshacerse en un vertiginoso remolino. Me impresionó mucho que, tras una trama tan frondosa, se borrara todo de un plumazo.

3- No recuerdo cómo me fue en la prueba.


Alejandra Costamagna

Lo pasé muy bien cuando leí “Cien años de soledad”.Tenía quince años y era una estudiante de colegio con tiempo y ganas de hojear lo que viniera. Curiosamente había leído poco antes la recién aparecida “El amor en los tiempos del cólera” y me interesaba cómo el autor iba abarcando y apretando simultáneamente todo lo que narraba. Y no fue distinto lo que encontré en “Cien años de soledad”. Cuando lo empecé a leer tuve la sensación de entrar en un mundo novelesco tan ambicioso como efectivo en su pirotecnia narrativa; un mundo que escondía uno y otro y otro mundos paralelos. Como una serpiente de mil colas con Aurelianos yArcadios y Remedios y Prudencios y Petras en descendencias múltiples. En el mismo colegio, poco tiempo después, leí “La casa de los espíritus” y sentí que me repetía el postre. O, más bien, las miguitas de lo que había sido un postre. Entonces no quise leer nunca más “Cien años de soledad” por temor a decepcionarme también del original. Tengo un buen recuerdo de esa primera lectura de la novela de García Márquez en los años 80, y no quisiera probar si resiste o no segundas vueltas.


Carlos Labbé
La tormenta adolescente

La única vez que leí como novela Cien años de soledad tenía diecisiete años; me refiero a estar sentado y darle tiempo a las páginas desde el principio hasta el final, deteniéndome en el detalle del relato, acumulando tensión argumental, dejándome envolver por la voz narrativa hasta perder toda incredulidad. He intentado varias veces releerlo así, pero algo hay en ese libro que se me convierte en pasado, que no me permite la interpretación borgeana y lo vuelve fragmentos de arqueología literaria o epígrafes de libros de historia política. Algo hay en mí que no me lo permite: tenía dieciséis años el año 1993, vivía en Rancagua; la biblioteca de mis padres, la política del ministerio de educación y el acervo de los profesores nos daban a leer libros –a mí y a mis compañeros de curso– protagonizados por las imágenes que ellos tenían de un adolescente: la melancolía cursi de Jorge Isaacs y el melodrama de Marianela, de Galdós, por ejemplo, sólo para que luego ciertas novelas de Camus, de Hesse, de Kafka no fueran libros, sino sólo una enseñanza europea de que debíamos vivir según la angustia de nuestro tiempo. Por eso al año siguiente el descubrimiento de la novela de García Márquez fue una fiesta entre mis compañeros: alguna compañera se creía Remedios la bella, alguno se las daba de Melquíades, otros se pasaban el dato de cierta tórrida página, y los más brindaban un sábado en la noche citando la descomunal competición gastronómica entre dos personajes que no me acuerdo. Nada que no haya pasado en tantos círculos de lectores fanatizados de Cien años de soledad en su época, me imagino, sólo que teníamos diecisiete años y llevábamos cuatro leyendo mal y tristes por decreto. Pero hay algo más. Me acuerdo haber estado conversando en un recreo con un amigo sobre lo mucho que le gustaba ese cataclismo o tormenta final que borraba de la faz de la tierra y de todo recuerdo a la familia Buendía. Sobre todo, de la imposibilidad que tuve de comunicarle –aunque lo intenté varias veces, pero sólo balbuceaba– que me parecía tonto acudir a la lluvia o a la tormenta para resolver el único episodio que todavía me causa fascinación: cuando Aureliano y Amaranta Úrsula se quedan solos en esa casa desvencijada, escribiendo cartas sin respuesta, mirando fotos de antepasados que no conocieron, atemorizados y queriéndose sin hablar del incesto mientras va creciendo el vientre de ella.

Dos años después, en la universidad, un compañero tenía la idea de que existen libros niños, libros ancianos, libros jóvenes. Por supuesto en esos años los profesores ya no nos daban a leer Cien años de soledad, pero yo me quedé con esta idea de Ignacio Álvarez –el compañero– para escribir un informe sobre otro libro de García Márquez en el curso de Literatura Hispanoamericana III, y terminé hablando de los Buendía: Cien años de soledad es un libro adolescente, el cuerpo del texto ha crecido sin que el narrador lo esperara; sin que se dé mucha cuenta de la profundidad que resuena en su voz, da manotazos torpes con esos capítulos largos que tiene como brazos, se llena de vicios y mañas que recuerdan tanto el libro maduro que vendrá –la Biblia o una violenta novela negra– como su germen de libro niño: la fábula, el cahuín, el cuento de hadas. Y como cualquier adolescente de ese tiempo, prefiere quedarse en la angustia, en la nada, en la tormenta que destruye todo a su paso.

Ya adulto, me apoyo en Rosensweig para justificar porqué no puedo leer nuevamente Cien años de soledad como novela: porque me resisto al trabajo de interpretación de un libro que ya no me puede convencer de que es una imagen del universo, que Macondo es la escritura de lo infinito y que los Buendía son la humanidad. La desilusión final de esta novela estará presente en cada fragmento que relea en cuanto se me haya revelado que el Todo construido durante casi cuatrocientas páginas en realidad es una Nada, una tormenta negadora que perpetúa la angustia y el vacío de nuestro mundo de escolares en los setenta, en los ochenta y en los noventa. Gracias a Dios –sigo con Rosensweig– llegamos en algún punto de la historia al punto cero, a partir del cual toda Nada que toma forma de novela en realidad es un Todo. Envidio a los adolescentes de hoy que sí pueden maravillarse con Las crónicas de Narnia o El señor de los anillos.


José Ángel Cuevas

Me sitúo el en Glorioso Pedagógico de fines de los años 60, en cada rincón se discute de latinoamérica, sobre sí lo que procede es tomar las armas, y como el Che, ( que estaba muriendo en ese mismo minuto) echar abajo las viejas estructuras de Poder. O si bastaba sólo con el copamiento de las masas populares, que con su hegemonía, irían poco a poco desde abajo, derrotando a las burguesías. Se hablaba de Cuba, Bolivia, las guerrillas del Perú con Luis de la Puente Uceda. O el Inti Peredo, que vivió en Chile en la calle Domeyko. Latinoamérica era pasión , autoconciencia y maravilla. Nosotros estudiantes salíamos con una bolsa a la espalda a recorrer las montañas y ciudades del continente y las grandes ciudades como Buenos Aires. Y en eso estábamos cuando apareció CIEN AÑOS DE SOLEDAD. Corriò como reguero de pólvora en el Glorioso Pedagógico , corrió de mano en mano como un gran mito, algo de nosotros mismos, una joya. Se juntaba esa experiencia arrolladora de "meterse a fondo en América" con esa historia mítica, ese lugar como el país de nunca jamás y las aldeas de Jorge Teillier, pero más aún porque estaba llena de historia de explotación de las Cías Bananeras y la familia infinita de los Buendía. Macondo fue un "lugar" dentro de cada uno. Y eso se unió a Cardenal y el viejo Canto general. Hasta que vino el triunfo de Salvador Allende y hubo que abocarse a esa tarea de titanes. Cien años de Soledad quedó en el recuerdo. Las cosas no fueron como se discutía en el Peda. Ambas hipótesis fueron derrotadas. Vino el enorme tiempo de dolor. Lo demás es historia sabida. Pero 100 años de soledad nunca perderá su vigencia dentro de este servidor.


Paolo de Lima

Aún me sé de memoria el comienzo de "Cien años de soledad": “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos”. He tipeado ese inicio de corrido. Lo tengo grabado desde el colegio, no recuerdo ahora mismo en cuál año (¿quinto de primaria?, ¿segundo de secundaria?). Si bien mi primer acercamiento al mundo de García Márquez se dio con El coronel no tiene quien le escriba, novela que siempre me encandiló, fue la lectura de Cien años de soledad la que me llevó a comprar y leer de inmediato no sólo sus otras novelas y cuentos, sino también sus artículos periodísticos. Muchas horas de mi última niñez me las pasé encontrando personajes y situaciones similares entre uno y otro libro (a los mencionados añado La hojarasca, La mala hora, Los funerales de la Mamá Grande, La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada). "Historia de un deicidio" de Vargas Llosa me acompañó en esa aventura. Muchos años después, frente a la pantalla de la computadora, me digo que han pasado más de veinte años de mi encuentro inicial con la obra del escritor colombiano. Veinte años, cómo se pasa el tiempo.


César Hildebrandt

Recuerdo perfectamente el día en que empecé a leer “Cien años de soledad”, hace 40 años o poco menos. Tenía 19 años y era un perfecto parásito de los libros y allí estaba en mis manos, caliente como un pan bíblico, el ejemplar de la novela que cambiaría el modo de escribir del siglo XX, el rústico ejemplar de editorial “Sudamericana”, con ese papel que el tiempo oxidaría y que hasta hoy conservo como un fetiche.

¡Qué libro! Cuando terminé de leerlo era un zombie y al hablar con los que lo habían leído me di cuenta de que ellos también eran zombies, tocados por las manos de Melquíades, viviendo en su Macondo propio, envidiando para bien a quien había hecho sonar el idioma como nunca había sonado desde que Cervantes fundó la modernidad del XVI.

Siempre habíamos sabido que Joyce era un padre enorme y putativo y, traducido maravillosamente al decir de los entendidos, habíamos bebido del manantial primero de ese irlandés que le escribió cartas sucias a su Nora Barnacle. Y bueno, todos nos decíamos, en medio de nuestro entusiasmo juvenil, que pocos libros como el “Ulises” de Joyce, con todos esos juegos de espejos que más tarde nos haría descubrir Navokov, con el imborrable y burlón penúltimo capítulo hecho en forma de catecismo y con el monólogo interior interminable de Molly Bloom, la vulgar y humanísima señora de Leopoldo Bloom con sus fantasías lanzadas por el REM, la insatisfacción sexual y el aburrimiento que su cornúpeta marido podía producir en una furcia como ella.

Pero Joyce era ajeno del habla, que es el idioma por excelencia, y requería la mediación de José María Valverde para ser entendido (o presentido para ser más exactos). En 1967, en cambio, nos había nacido un Joyce propio, un Faulkner de la vecindad, un genio que refundaba, sin proponérselo, la novela, rescatándola del realismo que la maltrataba, del lirismo que la hacía inglesa en el peor sentido y de las buenas intenciones que muchas veces la podían prostituir y convertirla en panfleto. Y todo con un lenguaje que sonaba a sagrada escritura, al cúmplase y archívese de unos dioses paganos de Aracataca. Porque la prosa de “Cien años de soledad” tiene las cualidades de una profecía que se está cumpliendo mientras se lee y muchas veces parece el dictado de una voz colosal tomado por un escriba.

Hay magia no sólo en lo que se cuenta sino en el modo cómo se cuenta, siendo cabal en García Márquez la inexistencia de una frontera entre fondo y forma cuando de una obra maestra se trata.

A las enumeraciones victoriosas de “Cien años de soledad”, Vargas Llosa las llamó “el ritmo encantatorio” de García Márquez. Lo hizo en ese volumen de más de 600 páginas llamado “Historia de un deicidio”, biografía camaraderil y ensayo prolijo sobre la obra del colombiano –probablemente lo mejor que se haya escrito en torno a García Márquez–.

Pertenecí a una generación privilegiada de lectores. Entre mis catorce y mis veintisiete años estallaron –creo que esa es la palabra que mejor define la aparición de sus libros– Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, Augusto Roa Bastos, Guillermo Cabrera Infante, Alejo Carpentier, José Lezama Lima. No había tiempo para detenerse. Era un banquete sin fin, la orgía perpetua pero de lectores. Fue el Dorado de América Latina. Y en ese reino –donde Losada seguía editando a Neruda y a Guillén, Emecé a Borges y el monopolio español del márquetin ni soñaba con imponerse sobre la calidad intrínseca de cada obra– el cacique indiscutible, el monarca chibcha lleno de abalorios y poderes fue don Gabo, el autor de uno de los pocos libros que justifican la palabra literatura.

Cuarenta años de “Cien años de soledad”: hoy, algún lector de alguna editorial, actualizada con la novelística de aeropuerto que se busca y edita, rechazaría el manuscrito de García Márquez llamándolo barroco, confuso y demasiado extenso. Es que hoy muchos libros no se escriben: se giran.