04 marzo 2007

Yo visité Macondo


A Cuarenta años de "Cien Años de Soledad"

Este martes 6 de marzo, Gabriel García Márquez cumple 80 años. Este mismo año se cumplen 40 años de su creación máxima "Cien años de soledad", y se conmemoran los 25 años del Premio Nobel de Literatura.

Se dice que "El Quijote" y "Cien años de soledad" son las dos únicas novelas escritas en español que se encuentran entre las 20 mejores de la historia de la literatura universal. Se vienen grandes homenajes y múltiples reconocimientos para el tímido Gabito.

Intrigado por conocer la primera experiencia de lectura, pedí a un grupo de amigos me relataran lo que sintieron cuando en el colegio, o la universidad fueron arrastrados por la hojarasca a las polvorientas y calurosas calles de Macondo. He aquí sus relatos:

Manuel Silva Acevedo

Desde que compré el ejemplar que todavía conservo, ésto es, cuarenta años atrás, pocas novelas hispanoamericanas han logrado despertar tanto mi interés y captar tanto mi atención como "Cien años de soledad", con sus Aurelianos y su Úrsula Iguarán y su Remedios, la bella. Atracción solo comparable en la lengua castellana con el Quijote.Y es que su mal llamado "realismo mágico" es lo que en Colombia y muchos otros lugares de nuestra América mestiza corresponde simplemente a la realidad. Nuestros militares lucen entorchados y condecoraciones ganados en batallas que nunca libraron, nuestros dictadores de opereta se llenan las faltriqueras y suelen huir entre gallos y medianoche o morir en la impunidad en medio de misas y salvas, y algunos curas viven prohibiendo aquello que practican en la sombra.

Son "Cien años de soledad" y doscientos años de desolación en los que nuestra pobre América pobre sigue siendo el escenario de la explotación bajo el yugo de amos internos y externos . Bienaventurado será el día en que podamos proclamar "Cien años de Libertad", pero ya eso es otra historia por contar.


Felipe Cussen
3 recuerdos sobre "Cien años de soledad".
1. Tuve que leerla en el colegio, y estaba muy preocupado de memorizarlo todo bien para la prueba. Para eso me preocupé de conseguir un árbol geneaológico con todos los personajes, y lo consulté seguido para no enredarme.

2. Lo que más recuerdo es el final, cuando todo el aparataje construido en la novela comienza a deshacerse en un vertiginoso remolino. Me impresionó mucho que, tras una trama tan frondosa, se borrara todo de un plumazo.

3- No recuerdo cómo me fue en la prueba.


Alejandra Costamagna

Lo pasé muy bien cuando leí “Cien años de soledad”.Tenía quince años y era una estudiante de colegio con tiempo y ganas de hojear lo que viniera. Curiosamente había leído poco antes la recién aparecida “El amor en los tiempos del cólera” y me interesaba cómo el autor iba abarcando y apretando simultáneamente todo lo que narraba. Y no fue distinto lo que encontré en “Cien años de soledad”. Cuando lo empecé a leer tuve la sensación de entrar en un mundo novelesco tan ambicioso como efectivo en su pirotecnia narrativa; un mundo que escondía uno y otro y otro mundos paralelos. Como una serpiente de mil colas con Aurelianos yArcadios y Remedios y Prudencios y Petras en descendencias múltiples. En el mismo colegio, poco tiempo después, leí “La casa de los espíritus” y sentí que me repetía el postre. O, más bien, las miguitas de lo que había sido un postre. Entonces no quise leer nunca más “Cien años de soledad” por temor a decepcionarme también del original. Tengo un buen recuerdo de esa primera lectura de la novela de García Márquez en los años 80, y no quisiera probar si resiste o no segundas vueltas.


Carlos Labbé
La tormenta adolescente

La única vez que leí como novela Cien años de soledad tenía diecisiete años; me refiero a estar sentado y darle tiempo a las páginas desde el principio hasta el final, deteniéndome en el detalle del relato, acumulando tensión argumental, dejándome envolver por la voz narrativa hasta perder toda incredulidad. He intentado varias veces releerlo así, pero algo hay en ese libro que se me convierte en pasado, que no me permite la interpretación borgeana y lo vuelve fragmentos de arqueología literaria o epígrafes de libros de historia política. Algo hay en mí que no me lo permite: tenía dieciséis años el año 1993, vivía en Rancagua; la biblioteca de mis padres, la política del ministerio de educación y el acervo de los profesores nos daban a leer libros –a mí y a mis compañeros de curso– protagonizados por las imágenes que ellos tenían de un adolescente: la melancolía cursi de Jorge Isaacs y el melodrama de Marianela, de Galdós, por ejemplo, sólo para que luego ciertas novelas de Camus, de Hesse, de Kafka no fueran libros, sino sólo una enseñanza europea de que debíamos vivir según la angustia de nuestro tiempo. Por eso al año siguiente el descubrimiento de la novela de García Márquez fue una fiesta entre mis compañeros: alguna compañera se creía Remedios la bella, alguno se las daba de Melquíades, otros se pasaban el dato de cierta tórrida página, y los más brindaban un sábado en la noche citando la descomunal competición gastronómica entre dos personajes que no me acuerdo. Nada que no haya pasado en tantos círculos de lectores fanatizados de Cien años de soledad en su época, me imagino, sólo que teníamos diecisiete años y llevábamos cuatro leyendo mal y tristes por decreto. Pero hay algo más. Me acuerdo haber estado conversando en un recreo con un amigo sobre lo mucho que le gustaba ese cataclismo o tormenta final que borraba de la faz de la tierra y de todo recuerdo a la familia Buendía. Sobre todo, de la imposibilidad que tuve de comunicarle –aunque lo intenté varias veces, pero sólo balbuceaba– que me parecía tonto acudir a la lluvia o a la tormenta para resolver el único episodio que todavía me causa fascinación: cuando Aureliano y Amaranta Úrsula se quedan solos en esa casa desvencijada, escribiendo cartas sin respuesta, mirando fotos de antepasados que no conocieron, atemorizados y queriéndose sin hablar del incesto mientras va creciendo el vientre de ella.

Dos años después, en la universidad, un compañero tenía la idea de que existen libros niños, libros ancianos, libros jóvenes. Por supuesto en esos años los profesores ya no nos daban a leer Cien años de soledad, pero yo me quedé con esta idea de Ignacio Álvarez –el compañero– para escribir un informe sobre otro libro de García Márquez en el curso de Literatura Hispanoamericana III, y terminé hablando de los Buendía: Cien años de soledad es un libro adolescente, el cuerpo del texto ha crecido sin que el narrador lo esperara; sin que se dé mucha cuenta de la profundidad que resuena en su voz, da manotazos torpes con esos capítulos largos que tiene como brazos, se llena de vicios y mañas que recuerdan tanto el libro maduro que vendrá –la Biblia o una violenta novela negra– como su germen de libro niño: la fábula, el cahuín, el cuento de hadas. Y como cualquier adolescente de ese tiempo, prefiere quedarse en la angustia, en la nada, en la tormenta que destruye todo a su paso.

Ya adulto, me apoyo en Rosensweig para justificar porqué no puedo leer nuevamente Cien años de soledad como novela: porque me resisto al trabajo de interpretación de un libro que ya no me puede convencer de que es una imagen del universo, que Macondo es la escritura de lo infinito y que los Buendía son la humanidad. La desilusión final de esta novela estará presente en cada fragmento que relea en cuanto se me haya revelado que el Todo construido durante casi cuatrocientas páginas en realidad es una Nada, una tormenta negadora que perpetúa la angustia y el vacío de nuestro mundo de escolares en los setenta, en los ochenta y en los noventa. Gracias a Dios –sigo con Rosensweig– llegamos en algún punto de la historia al punto cero, a partir del cual toda Nada que toma forma de novela en realidad es un Todo. Envidio a los adolescentes de hoy que sí pueden maravillarse con Las crónicas de Narnia o El señor de los anillos.


José Ángel Cuevas

Me sitúo el en Glorioso Pedagógico de fines de los años 60, en cada rincón se discute de latinoamérica, sobre sí lo que procede es tomar las armas, y como el Che, ( que estaba muriendo en ese mismo minuto) echar abajo las viejas estructuras de Poder. O si bastaba sólo con el copamiento de las masas populares, que con su hegemonía, irían poco a poco desde abajo, derrotando a las burguesías. Se hablaba de Cuba, Bolivia, las guerrillas del Perú con Luis de la Puente Uceda. O el Inti Peredo, que vivió en Chile en la calle Domeyko. Latinoamérica era pasión , autoconciencia y maravilla. Nosotros estudiantes salíamos con una bolsa a la espalda a recorrer las montañas y ciudades del continente y las grandes ciudades como Buenos Aires. Y en eso estábamos cuando apareció CIEN AÑOS DE SOLEDAD. Corriò como reguero de pólvora en el Glorioso Pedagógico , corrió de mano en mano como un gran mito, algo de nosotros mismos, una joya. Se juntaba esa experiencia arrolladora de "meterse a fondo en América" con esa historia mítica, ese lugar como el país de nunca jamás y las aldeas de Jorge Teillier, pero más aún porque estaba llena de historia de explotación de las Cías Bananeras y la familia infinita de los Buendía. Macondo fue un "lugar" dentro de cada uno. Y eso se unió a Cardenal y el viejo Canto general. Hasta que vino el triunfo de Salvador Allende y hubo que abocarse a esa tarea de titanes. Cien años de Soledad quedó en el recuerdo. Las cosas no fueron como se discutía en el Peda. Ambas hipótesis fueron derrotadas. Vino el enorme tiempo de dolor. Lo demás es historia sabida. Pero 100 años de soledad nunca perderá su vigencia dentro de este servidor.


Paolo de Lima

Aún me sé de memoria el comienzo de "Cien años de soledad": “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos”. He tipeado ese inicio de corrido. Lo tengo grabado desde el colegio, no recuerdo ahora mismo en cuál año (¿quinto de primaria?, ¿segundo de secundaria?). Si bien mi primer acercamiento al mundo de García Márquez se dio con El coronel no tiene quien le escriba, novela que siempre me encandiló, fue la lectura de Cien años de soledad la que me llevó a comprar y leer de inmediato no sólo sus otras novelas y cuentos, sino también sus artículos periodísticos. Muchas horas de mi última niñez me las pasé encontrando personajes y situaciones similares entre uno y otro libro (a los mencionados añado La hojarasca, La mala hora, Los funerales de la Mamá Grande, La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada). "Historia de un deicidio" de Vargas Llosa me acompañó en esa aventura. Muchos años después, frente a la pantalla de la computadora, me digo que han pasado más de veinte años de mi encuentro inicial con la obra del escritor colombiano. Veinte años, cómo se pasa el tiempo.


César Hildebrandt

Recuerdo perfectamente el día en que empecé a leer “Cien años de soledad”, hace 40 años o poco menos. Tenía 19 años y era un perfecto parásito de los libros y allí estaba en mis manos, caliente como un pan bíblico, el ejemplar de la novela que cambiaría el modo de escribir del siglo XX, el rústico ejemplar de editorial “Sudamericana”, con ese papel que el tiempo oxidaría y que hasta hoy conservo como un fetiche.

¡Qué libro! Cuando terminé de leerlo era un zombie y al hablar con los que lo habían leído me di cuenta de que ellos también eran zombies, tocados por las manos de Melquíades, viviendo en su Macondo propio, envidiando para bien a quien había hecho sonar el idioma como nunca había sonado desde que Cervantes fundó la modernidad del XVI.

Siempre habíamos sabido que Joyce era un padre enorme y putativo y, traducido maravillosamente al decir de los entendidos, habíamos bebido del manantial primero de ese irlandés que le escribió cartas sucias a su Nora Barnacle. Y bueno, todos nos decíamos, en medio de nuestro entusiasmo juvenil, que pocos libros como el “Ulises” de Joyce, con todos esos juegos de espejos que más tarde nos haría descubrir Navokov, con el imborrable y burlón penúltimo capítulo hecho en forma de catecismo y con el monólogo interior interminable de Molly Bloom, la vulgar y humanísima señora de Leopoldo Bloom con sus fantasías lanzadas por el REM, la insatisfacción sexual y el aburrimiento que su cornúpeta marido podía producir en una furcia como ella.

Pero Joyce era ajeno del habla, que es el idioma por excelencia, y requería la mediación de José María Valverde para ser entendido (o presentido para ser más exactos). En 1967, en cambio, nos había nacido un Joyce propio, un Faulkner de la vecindad, un genio que refundaba, sin proponérselo, la novela, rescatándola del realismo que la maltrataba, del lirismo que la hacía inglesa en el peor sentido y de las buenas intenciones que muchas veces la podían prostituir y convertirla en panfleto. Y todo con un lenguaje que sonaba a sagrada escritura, al cúmplase y archívese de unos dioses paganos de Aracataca. Porque la prosa de “Cien años de soledad” tiene las cualidades de una profecía que se está cumpliendo mientras se lee y muchas veces parece el dictado de una voz colosal tomado por un escriba.

Hay magia no sólo en lo que se cuenta sino en el modo cómo se cuenta, siendo cabal en García Márquez la inexistencia de una frontera entre fondo y forma cuando de una obra maestra se trata.

A las enumeraciones victoriosas de “Cien años de soledad”, Vargas Llosa las llamó “el ritmo encantatorio” de García Márquez. Lo hizo en ese volumen de más de 600 páginas llamado “Historia de un deicidio”, biografía camaraderil y ensayo prolijo sobre la obra del colombiano –probablemente lo mejor que se haya escrito en torno a García Márquez–.

Pertenecí a una generación privilegiada de lectores. Entre mis catorce y mis veintisiete años estallaron –creo que esa es la palabra que mejor define la aparición de sus libros– Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, Augusto Roa Bastos, Guillermo Cabrera Infante, Alejo Carpentier, José Lezama Lima. No había tiempo para detenerse. Era un banquete sin fin, la orgía perpetua pero de lectores. Fue el Dorado de América Latina. Y en ese reino –donde Losada seguía editando a Neruda y a Guillén, Emecé a Borges y el monopolio español del márquetin ni soñaba con imponerse sobre la calidad intrínseca de cada obra– el cacique indiscutible, el monarca chibcha lleno de abalorios y poderes fue don Gabo, el autor de uno de los pocos libros que justifican la palabra literatura.

Cuarenta años de “Cien años de soledad”: hoy, algún lector de alguna editorial, actualizada con la novelística de aeropuerto que se busca y edita, rechazaría el manuscrito de García Márquez llamándolo barroco, confuso y demasiado extenso. Es que hoy muchos libros no se escriben: se giran.




2 Comments:

At 5/3/07, Blogger K. said...

La lectura de Cien años de soledad no sé qué me produjo. Sólo recuerdo a una mujer bellísima que se paseaba desnuda en la casa como si nadie existiera a su alrededor o esa lluvia intermitente que mojó hasta la punta de las páginas del libro. A don Gabo no hay nada que agradecerle, a excepción de Macondo. Es un pueblito pintoresco que he visitado a menudo y del que nunca he podido salir.

K.

 
At 5/3/07, Blogger Rolando Gabrielli said...

EL MANCO DE LEPANTO VUELVE A COLOMBIA
Entramos primero con los ojos, mirando cuidadosamente una larga calle, que fue el mismo espejo de la soledad, que hace cuarenta años atravesó nuestra memoria. Polvo de siesta y atmósfera de olvido. Ningún reloj serio podría fijar el tiempo, las manecillas de mi Citizen marcaron cien años de soledad, uno raro instante circular, irreptible, porque el tiempo siempre es un traste viejo. Sentí ruidos conmovedores del autor del Coronel no tiene quien le escriba y El Amor en los tiempos del cólera, que en un viaje a Acapulco, chocó contra unos animales en el camino, por lo que decidió no continuar el viaje. Cábala, dijo, el muy supersticioso hijo de Aracataca. Pero era una de sus grandes y más fantásticas y productivas mentiras. Decidió regresar al DF porque Cien años de Soledad ya estaba escrita en su mente. No había tiempo que perder para emprender el camino de esa novela de novelas. No sólo fantaseaba en las redacciones de los periódicos de Colombia, con sus pies sobre el escritorio, dejando que la máquina de escribir le arrancara las páginas a sus primeras crónicas, que le ablandarían el pecho de alas muertas al más pintado de sus lectores. El golpe de timón que daba al curso de su camino era otro y definitivo. El truco de este mago-prestidigitador abierto a todas las contradicciones, como si sus palabras volaran dentro de un cubo pero a una distancia considerable, para repetirse con claridad en la memoria de sus personajes. Es el sabor con que queda un paladar aguijoneado por abejas, que dejan también su dulce miel.
A-r-a-c-a-t-a-c-a...A-r-a-c-a-t-a-c-a, el tableteo del famoso fusil de asalto ruso, la AK 47 y los cuerpos desplomándose, sin razón, sin luz, sin vida. El eco insalvable que traslada el vicio de la palabra, un recurso despiadado que empuja hacia atrás, adelante, hacia ningún lado, hacia donde una cámara lenta recorre su propia memoria. Más de 13 años visitando las bananeras en esa época, no habían sido en vano. La atmósfera húmeda, los tallos verdes uniformados, esos caminos de las fincas que se repiten hacia un mismo lugar y un olor inconfundible, a tiempo sin tiempo, devorado por el sol, estaba allí todo reunido en mi memoria, no para ser encontrado, sino dibujado en cualquier atardecer, uno como este. No busqué ir, ni llegar, ni estar.
Cayeron cientos bajo el plomo de la United Fruit Co. y no fue diferente a Santa María de Iquique, la matanza de San Salvador, y otras tantas en Nicaragua, Guatemala, Argentina, México, Haití, Bolivia, Perú, Paraguay, Ecuador, Brasil. Se habían fundado las llamadas Repúblicas bananeras, territorios llenos de soledad y espanto, paisajes dominados por el imperio del oro verde. Pero en esas calles sentí como se mordía el polvo de la soledad e impotencia, y que Macondo era ya un mito vivo, brillante como una luciérnaga en la noche de Nuestra América.
El cielo deja de ser gris y una lluvia de mariposas amarillas "Made in Macondo", rompen el atardecer con su ruido de mar adentro, vuelo contrastado con el plomo que envuelve Colombia en su cápsula de ardiente soledad desde hace más de un siglo, porque la soledad no escapa ni de sí misma, y se ha perpetuado en el viejo nido de la indiferencia, marcando su territorio a sangre y fuego, como un árbol seco, vacío de frutos, lleno de soledad. Podía ser cualquier sitio, calles entre calles, pero no, pisábamos un Mito, Macondo en verdad, traído y llevado en la gloria de un mundo mágico y real, la casa grande de una nueva literatura latinoamericana y del habla castellana, donde se había soñado, masticado, vivido, pensado, Cien años de Soledad.
Sobre García Márquez y su obra se ha dicho todo. Soledad sobre la soledad, es un ejercicio inútil, oficio de árbol genealógico. La anécdota la cuenta el propio GGM, ilusionista ya estaba en marcha porque lo que tenía en su cabeza era Cien Años de Soledad y necesitaba retornar a su casa a escribirla. Sabríamos tiempo después que el mundo era tan reciente, que muchas cosas carecía de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo...
Todo lo demás es historia, que tuvo que vender todo para enviarla a Buenos Aires a Editorial Sudamericana, en dos partes y por correo. (Afortunadamente el correo fue honesto y no abrió el paquete, porque la habrían botado: un montón de papeles mecanografiados.) Macondo iniciaba su camino de México a Buenos Aires, aunque nacía en el corazón colombiano de las Américas, y pertenecía, sin duda, a todo este subcontinente tan ricamente empobrecido por la soledad de sus gobernantes.
García Márquez se adentró en las aguas sanguinolentas de Colombia y América latina, remó con sus muertos, y vivió, contó la historia de los vivos de su tiempo. Cien años de soledad se editó en 1967, cuando América latina irrumpía en medio y en el centro de su gran soledad. Un año después asesinarían al Che Guevara en Bolivia. Un año antes Violeta Parra se había destapado los sesos en una carpa en Santiago.
Cien años de Soledad que está en su 40 aniversario, es una especie de caja de Pandora de la literatura castellana en esta parte del mundo. Su autor, un fabulador a tiempo completo, de seguro continuará con su oficio más allá del tiempo real que se le haya asignado aquí en la tierra. Ya había subido a la gloria hace 25 años atrás en Estocolmo, cuando el rey de Suecia le hizo entrega del Premio Nobel de Literatura. Ahora, a sus 80 años sobre el Everest de la consagraciónen Chile, hace 40 años, nosotros leíamos bajo las noches y las sábanas calenturientas de la adolescencia, la novela que Cervantes habría aplaudido con sus dos manos después de Lepanto y que Borges no leyó. Y también en nuestras manos La Hojarasca y Los cuentos de la Mama Grande( María Amalia Sampayo de Álvarez, en la vida real).
Una época nuestra en que èramos tan pobres, que sólo podíamos regalarle nuestro corazón a la novia. Ese acto se repetiría después, en tiempos de circulares, esos que retornan porque estaban escritos.
El escritor más vendido del habla castellana, Premio Nobel hace 25 años, comparado con Cervantes, Cien años de soledad ha sido considerada entre las 20 novelas más importantes de la historia, (todo puede ser cierto o según el cristal con que se mire, pero no hay duda de lo que ha hecho GGM). Su protagonismo en la política colombiana y latinoamericana, forma parte de este gran e insustituible personaje llamado Gabo. Hombre de grandes e irrenunciables adhesiones con las causas populares. La Habana, DF, Panamá, Bogotá, Cartagena de Indias, forman parte del eje de sus viajes y de un periodo intenso de negociaciones en los que participó para solucionar conflictos, allanar caminos hacia la paz. Amigo de gobernantes incómodos en la región, Fidel y Torrijos, de los sandinistas, movimientos guerrilleros, siempre fue un aval internacional, porque también es amigo de Bill Clinton, un gran lector de Cien años de Soledad. Fueron intensas las décadas de los setenta y ochenta, América latina hervía en dictaduras y movimientos guerrilleros, y en el centro, las negociaciones del Canal de Panamá. García Márquez que vino tantas veces al Istmo, estuvo a punto de quedarse para siempre, si hubiese hecho el viaje en el mismo avión con el General Torrijos, hacia Coclesito, donde se estrelló y explotó frente al cerro Marta. Era el invitado del General Torrijos ese día que no era su día. A partir de ese 31 de julio de 1961, García Márquez, vivió para contarla en esa guerra fría, a Gabriel García Márquez se le ocurrió hacer una promesa que no pudo cumplir después: no escribiré hasta que muera Pinochet. Por una u otra razón, el dictador chileno fue declarado patrimonio nacional de la dictadura y del horror. Y permaneció hasta hace poco, como si no hubiese sucedido nada. Fue una licencia que superó la literatura, porque la realidad ya no existía, o tal vez era un secreto de Estado. Gabriel García Márquez había dicho en uno de sus momentos solemnes la democracia de mierda chilena.
Su línea política ha tratado de ser enmarcada por apologistas y detractores de una manera sorprendentemente mágica, surrealista, macondiana, y el padre legítimo de la ficción real- mente mágica latinoamericana, nunca hizo mayor esfuerzo por contradecir a unos, ni otros, siempre se mantuvo discretamente dentro del carnaval de la política regional y mundial, porque su palabra tocó Estados Unidos y España. Compartió con moros y cristianos, en mil y una noches en este continente alucinado por la violencia, corrupción, los sueños truncados, la filosofía del olvido, la convicción de la imediatez, el culto de lo pasajero, inútil, y también la maravilla de sobrevivir y amar a pesar de... GGM usaba paracaídas llenos de mariposas y saltaba de un lugar a otro envuelto en secretos, compromisos, conspiraciones, complicidades. "Aquí estuvo el Gabo", la leyenda del misterio era cultivada con cierto rigor caribe, porque siempre se sabía de su presencia. ¿Cómo esconder un personaje de esa naturaleza, magnitud o grandesa, prominencia periodística?
GGM fue primero poeta en su preadolescencia, admirador y lector de Neruda y Darío. Poeta como Borges, Cortázar, Bolaño, Joyce y tantos otros grandes narradores por cumplir este 6 de marzo, fecha de varios felices acontecimientos en su vida literaria, el mundo de habla castellana ha comenzado a rendirle homenajes. Pero al mismo tiempo, España, Colombia y América latina, homenajea la palabra, este minuto que a todos nos pertenece en la fabulación del sueño, la magnífica utopía que nos revela un autor en el encantamiento del idioma, y nos viaja en el pozo hondo de la mitología viva de sus personajes que nos hace amarlos. Este reencuentro con la soledad, siglos de abismos, instantes fluidos en los ríos nuestros sin fin, todo en un tiempo para armar y desarmar frente a un portal silencioso, porque en verdad lo que pasa, somos nosotros mismos y regrezamos una y otra vez en la palabra. La soledad es este monumento a la verdad que crece entre las muchas voces. La soledad es esta vereda personal en que viajamos cada día.
Esa tarde en Aracataca, Macondo para ser precisos, y no hay mayor reconocimiento para un escritor que decirle la verdad, si uno llega a sospechar algo de lo que realmente quiso decir, supe que Melqíiades fundaba la esperanza y nos reproducía la infinita palabra sabia de lo posible. Un Testamento más nuevo que el Antiguo, ¿maravillosamente contradictorio, solemnemente iluso o fantásticamente real?, sólo la palabra no pasa en Melquíades que vive en su marzo perenne de un lunes eterno.
Hay que haber vivido en Colombia, conocer ese país, su gente, geografía, historia y sólo entonces sabríamos por qué las palabras asombro y desagracia, insólito, excepcional, forman parte del ser nacional colombiano, y en verdad fueron inventadas allí, junto con el olor de la guayaba.
Colombia escribe su testamento cada día, agoniza, sobrevive, viaja circualrmente sobre sí misma, realiza un reinado cada día, su geografía se traslada por segundos, la gente sabe que el país nunca siempre es el mismo, y todo quien de alguna manera esté vinculado con esa mágica tierra macondiana- porque Colombia es la casa matriz del Macondo universal,- sabe que en cualquier mañana el mundo puede haber marchado uno pasos más al fondo de la manigua.
Colombia permanece más allá de sus propias sombras. Es un ejercicio sobre su propio rompecabezas. Una esperanza que recurre diariamente al espanto. Colombia es la catedral de la esperanza y del olvido. Se mira el ombligo y nace Macondo, un pasaje a la eternidad.
Colombia es este azar de tréboles de cuatro hojas que alguien se empeña en ametrallar y seguir deshojando el tiempo, la belleza inocultable de su deslumbrante geografía.
A veces pareciera, que la muerte en Colombia, es un compromiso con la vida. Un inevitable espanto más de su destino. Colombia persiste más allá de su propia realidad. La ficción de su esperanza supera esa realidad que suele empujar el país por el río Magdalena como un ataúd expreso sin paradero.
Pareciera que el libreto ya fue escrito y la realidad sólo contara el guión, como si fuera una extra, convidada de piedra. ¿Una espiral que retoma siempre el camino de la nada?
Más de 300 mil muertos durante el Bogotazo, cuando asesinaron al "negro" Jorge Eliécer Gaitán, en 1948, y Fidel Castro in situ, confundió la continuación de la eterna chispa de la violencia colombiana, con una revolución. Colombia, casi 60 años después, no ha dejado de sumar cadáveres juntos al de Gaitán. Esa pudiera ser otra historia, pero es la misma y Gabriel García Márquez recoge este espejo en la vereda de la vida y del camino, para que todos nos miremos en él, porque la imagen de la realidad alcanza para todos.
Pero la fiesta es otra: 80 años de GGM ( 6 de marzo). 60 años de la edición de La Hojarasca (primeros pasos de Macondo) y 40 de 100 años de soledad. 25 años del Premio Nobel. Son 225 años contra la eterna Soledad, que sólo necesita un segundo, el fragmento de un instante para hacerse presente, porque de alguna manera compró un pasaje eterno.
Gabriel García Márquez regresa a Cartagena de Indias, donde 1.200 asistentes al IV Congreso Mundial de la Lengua, le rendirán homenaje del 26 al 29 de marzo. La Real Academia Española lanzará una edición de 500 mil ejemplares de Cien años de soledad, novela que ha vendido más de 30 millones de unidades. Cartagena se inscribe dentro de las ciudades claves de la historia literaria del periodista, cineasta, músico, GGM, como lo fueron Aracataca, Sucre, Valledupar y Barranquilla. Sólo su superstición le impide regresar a Aracataca, cuya casa paterna sigue viva en su memoria y carga en su alma caribe.
Hay novelas como Cien años de Soledad, Rayuela, Pedro Páramo, Paradiso, La vida Breve, Los Pasos Perdidos, Los Detectives Salvajes, entre otras, que fueron escritas para ser respiradas con una cierta intensidad cada cierto tiempo en el tiempo.
Se ha cumplido el sueño dorado de la soledad macondiana.
Rolando Gabrielli©2007

 

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