Julio Ortega sobre "Impuesto a la carne" de Diamela Eltit
Fin de año, y de las innumerables listas de mejores obras publicadas en el año 2010 que se publican aquí y allá, rescato la mención que hace Julio Ortega de la novela "Impuesto a la carne" de Diamela Eltit. He aquí su justificación:
Se dice que César Aira escribe libros cada vez más breves, en editoriales cada vez más pequeñas, para menos y menos lectores. Mario Bellatin, en cambio, escribe el mismo libro con distintos personajes, descontando más y mejor las historias que eluden ser contadas. Por su lado, Diamela Eltit (Chile, 1949), que reparte el año entre Santiago y la Universidad de Nueva York, escribe una novela distinta cada vez con la misma idea de un lenguaje español en el sentido contrario, que se plantea la resta del mundo, su desacumulación. Ha resistido, con éxito, las obligaciones del mercado, haciendo de la lectura una labor crítica del lenguaje, y del libro un instrumento conspirativo contra el orden dominante. Sus libros repelen al lector de best-sellers y premios obligatorios, y convierten la lectura en una sediciosa labor clandestina, de vocación anarquista, radicalidad estética, y despojado estilo. En Impuesto a la carne (Santiago, Seix-Barral), que evoca la “libra de carne” imaginada por Shakespeare, ha fundido el mercado, el estado y el hospital. Para renovar la tradición satírica contra los médicos, ha hecho del oficio una corporación mundial capaz de controlar la salud para regimentar los cuerpos. Aunque Etit se formó en el entrecruzamiento de Foucault (la sociedad es disciplinaria) y Lacan (el Ego es obsceno y feroz), su lugar está en el neo-barroco hispánico, entre Perlongher y Lemebel, y en la saga de la mujer como servidumbre del neoliberalismo manifiesto. En esta novela se satiriza el Bicentenario de la Independencia de Chile desde el sistema hospitalario, y se desmonta la noción neo-feminista francesa de que la melancolía es matrilineal (Kristeva). La madre y la hija yacen en el hospital donde esperan ganar un premio oficial por el Bicentenario; pero donde está prohibida la palabra HAMBRE, que terminaría con su expulsión de los fastos históricos: la función de las madres es acallar a las hijas. Eltit es la escritora más importante de la lengua, y la más crítica del español complaciente. “Voy a escribir la memoria del desvalor,” anuncia la hija, porque ella y su madre han cumplido 200 años de chilenas y viven, operadas y cosidas, en el Hospital menos hospitalario que la sátira haya podido pagar con creces.
He aquí un fragmento de la novela publicado en The Clinic.
Nuestra gesta hospitalaria fue tan incomprendida que la esperanza de digitalizar una minúscula huella de nuestro recorrido (humano) nos parece una abierta ingenuidad. Hoy, cuando nuestro ímpetu orgánico terminó por fracasar, sólo conseguimos legar ciertos fragmentos de lo que fueron nuestras vidas. La de mi madre y la mía. Moriremos de manera imperativa porque el hospital nos destruyó duplicando cada uno de los males.
Nos enfermó de muerte el hospital.
Nos encerró.
Nos mató.
La historia nos infligió una puñalada por la espalda.
***
Desde que nacimos mi madre y yo fuimos maltratadas por los médicos y sus fans. El aislamiento se instaló como la condición más común o más normal en nuestras vidas. Recuerdo, con una obsesión destructiva, en cuánto nos sentimos despreciadas y relegadas cuando se desencadenó una impresionante manía hospitalaria fundada en la pasión por acatar los síntomas más oprobiosos de las enfermedades. La costumbre de ensalzar y hasta glorificar las enfermedades (como parte de una tarea científica) marcó el clímax de la medicina y coincidió con nuestro precario nacimiento.
De inmediato la nación o la patria o el país se pusieron en contra de nosotras.
En contra de nosotras, ¿hace cuánto?, ¿unos doscientos años?
Sí, ya han pasado, quizás, ¿doscientos años?
Sí, doscientos años que estamos solas tú y yo, me dijo mi mamá.
Lo repitió cada día.
Solas tú y yo.
Lo decía con su voz más aguda y convincente hasta que el dramatismo lírico de su tono consiguió perforar un tercio de mi cabeza.
No tenemos a nadie, sólo cuentas conmigo, murmuró mi mamá.
Gritó: Solas las dos.
Su grito resonó y se expandió por el canal más sensible e histerizado de mi oído y después de herir mi audición, ella susurró de manera consistente: Solas en el mundo.
Su murmullo asoló mi espalda y luego repasó el milimétrico contorno de mi cara. Mi madre reiteró sus palabras mientras ensayaba una medición completa a mi cuerpo. Y así, en medio de una escalofriante simetría, hoy nos pertenecemos: rebeldes, unidas, curvadas, teatrales. Ahora mismo deambulamos entumecidas y hasta frígidas por los bordes de este mundo que nos resulta tan sorprendente e invasivo. Vagamos realmente devastadas ante la obligación de disimular nuestros dolores en medio de un horizonte increíble de enfermos dispuestos a delatarnos o inmolarnos ante los fans nacionalistas que cultivan su adoración por el buen estado general de la salud.
Parecemos dos viejas pirámides.
Nos presionan una cantidad adictiva de años.
***
Estamos en permanente estado de alerta porque nuestras vidas se deslizan a través de una línea multitudinaria de cuerpos, una larga geografía colmada de pacientes sumisos. Una ostentosa fila de pacientes severos o terminales que conforman el entorno de lo que ha sido nuestra difícil existencia.
Un mundo enfermo.
Una realidad horizontal que nos amenaza a mi madre y a mí.
A las dos.
¿Qué va a pasar contigo si me muero?, te vas a quedar sola en el mundo, me dijo mi madre en medio de un sollozo.
Entonces dejamos de dormir. Fuimos insomnes crónicas porque aprendimos a llorar juntas todas las noches. Pasamos noches enteras abrazadas, sollozando ante la posibilidad de que mi madre muriera y yo me quedara sola en el mundo; viva, incierta, camuflada como un batracio. Sí, convertida en un batracio (latiendo de manera sutil) a la espera de la resurrección de mi madre.
Llorando juntas porque mi mamá tuvo que lidiar con una pétrea, desafortunada historia que se puso de antemano en contra de nosotras.
Empezó justo cuando el primer médico se hizo presente.
Un médico blanco, frío, metálico, constante.
Eso me dijo mi mamá: Un médico frío, metálico, constante. Blanco.
Con una precisión documentalista, mi madre me contó que el médico, el primero que se apoderó de nuestros organismos, la miró despectivo o no la miró, sino que se abocó a la estructura de sus genitales y al conjunto tenso de los órganos. Lo hizo con una expresión profesionalmente opaca, distanciada. Y luego se abalanzó artero para ensañarse con ella de un modo tan salvaje que en vez de examinarla la desgarró hasta que le causó un daño irreparable. Mi pobre mamá se sentía morir molecularmente y ese médico provisto de todo su poderoso instrumental le arruinó el peregrinaje ambiguo del presente y toda la esperanza que había depositado en su futuro.
Por culpa del médico quedamos solas en el mundo mi mamá y yo.
El médico le realizó una terrible intervención mientras le ordenaba: No grite, no grite, cállese ahora mismo.
Y mi mamá, medio muerta por la hemorragia, se entregó a su desangramiento. En esas horas tétricas para nosotras, mi madre me dijo que el médico cuando supo que iba a sobrevivir me miró (por primera vez) como si yo fuera una producción de la medicina, un simple y prescindible insumo o una basura médica. Me observó con una indiferencia infame. Después me midió, me pesó e hizo una incursión antropométrica.
Me miró con una soberbia técnica.
Pero habíamos nacido.
Mi madre nació anarquista.
Las dos nacimos anarquistas.
Por la sangre.
***
Mi madre aseguró que cuando yo nací, ella también nació de nuevo.
Nació caóticamente.
Pero justo en ese momento empezó la trágica costumbre de estar solas en el mundo, aisladas, entregadas a los caprichos (en perpetua renovación) del cuerpo médico y de sus fans. Porque ambos (los médicos y sus fans) nunca iban a abandonar nuestros órganos ni menos la costumbre de producirnos cortes transversales en áreas estratégicas de nuestra piel. Un cuerpo (médico) que se abocaría a tratarnos con una cantidad alarmante de medicamentos hasta construir en torno a nosotras un campo magnético.
Nos intoxicaron la cabeza, nos intoxicaron los hombros y nos intoxicaron incluso los dedos de los pies. Pero nosotras incitamos a nuestros órganos hacia una posición anarquista y así conseguimos imprimirle una dirección más radical a nuestros cuerpos.
El primer médico, el portador de la medicina, el mismo que nos iba a acechar sin pausa alguna, se presentó decorado con su atuendo (médico) para intentar que la rebeldía de mi madre se desangrara encima de la camilla.
La camilla tenía una horrible capa de óxido en una de sus ruedas.
La sangre hemorrágica fue demasiado abyecta para nosotras.
Mi madre no olvidó la sangre y se dedicó a rememorarla hasta este minuto. La recuerda porque no puede dormir mi mamá pensando en su luminoso y vívido sangramiento y durante sus prolongados estados de vigilia evoca la cara de repugnancia del médico cuando un chorrito de su sangre manchó soezmente su mejilla médica e inyectó de sangre uno de sus ojos. El médico, ese que se encargó de nosotras, nuestro médico, se limpió la sangre (aun las huellas más insignificantes en las que el rojo pasaba completamente inadvertido) con una furia neuronal que a mi madre de veras la escandalizó y, en cierto modo, le provocó una violenta ola de rubor.
Nacimos (porque mi madre, ya lo dije, nació de nuevo gracias a mí) bajo el control estricto de los fans del hospital. Ellos, los fans, se habían entregados con fervor a sus funciones burocráticas o cumplían fielmente sus labores de meras infraestructuras o de escoltas o de vigías o de entretenciones para el plantel médico.
Los fans actuaban con un júbilo místico mientras desplegaban toda su eficacia para conseguir que nuestro médico conservara su lujo, su guarida y la ocasión de ser quien era: un médico de pies a cabeza.
***
Sería largo y agobiante detallar aquí los rituales por los que tuvo que atravesar mi pobre madre en el hospital y los efectos malsanos de su hemorragia en las sábanas. Resultaría inútil describir la impotencia aguda que ella sintió cuando el equipo de nuestro médico me puso un metal para medir el exacto perímetro de mi cabeza.
Un metal helado, me dijo mi mamá, sospechoso, tóxico, que podría haberte matado con sus bacterias.
Mi madre todavía habla y habla de esa semana, la primera de nosotras. Una semana de nuestra vida convertida en un espectral teatro médico, un laboratorio teatral reforzado por un desatado ímpetu farmacológico. Una semana en que no paré de llorar y ella dice que pensó en matarme o donarme o abandonarme porque no la dejaba dormir. Después, así lo repite hasta el día de hoy mi mamá, el sueño se transformó en una quimera para nosotras. Todavía cerramos los ojos con una intermitencia nerviosa que evoca las peores escenas de trastornos inducidos por un insomnio crónico. Una verdadera película de terror. Nuestro insomnio.
Pero cómo no se iba a enfermar mi madre con tantísima sangre que perdió o yo con un metal que me apretó la cara y me hundió, eso lo puedo demostrar, parte importante de mi tabique nasal. Según mi madre (ella miente o exagera o escamotea la cronología de los sucesos cuando le conviene), fui yo la que indujo al médico con mis chillidos, yo la que luchó por desencadenar un principio abstracto y letal para nosotras, y yo, desde luego, la que sufrió los peores ahogos que me llevaron al sector más crítico y sórdido del hospital. Allí empezó mi sordera y entonces mi madre empezó a gritarme (siempre) con una voz distorsionada por el cansancio. Mi pobre madre que dormía como una gacela en cautiverio porque yo estaba sorda y eso podía traerle no sólo gastos considerables, sino nuevos síntomas que se negaba a explicitar. Por eso me gritaba día y noche, porque no quería o no se resignaba a tener una hija medio sorda. Medio sorda porque yo, en realidad, escuchaba todo.
Era mi madre la que me decía: Tú nunca me escuchas, nunca.
Pero sí, mamita, sí, le contestaba, te escucho, no me grites, no me grites de esa manera. Y más gritaba ella, hasta culminar en unos aullidos ensordecedores.
Me aferré a mi madre de una forma que podría considerarse maníaca o excesivamente primitiva. Lo hice porque desde nuestro nacimiento (marcado por signos de una abierta rebeldía) estuvo claro que éramos dos seres o dos almas solas en el mundo.
La patria o el país o el territorio o el hospital no fueron benignos con nosotras.
Mi madre (que ya era anarquista) se permitió disfrutar de un éxtasis prolongado cuando comprendió que éramos dos mujeres solas en el mundo.
IMPUESTO A LA CARNE
Diamela Eltit
Seix Barral, 2010, 192 páginas
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